Cemento Blanco


Entre los polvorientos archivos del edificio, o ciudad, de mi mente, rescaté algo que debería estar ya olvidado.
      Fue quizás esa cuestión entre rebelde, morbosa y agnóstica lo que nos unía al visitar el cementerio.
      En el centro de una ciudad más bien plana, donde el cielo nos devora, se extiende un muro. Cemento blanco adornado con relieves bruscos.
      Pienso en algún Navarros, en algún Cárdenas, peón de campo solitario. Lejos de su ansiada tierra prometida. Plantando estacas en el suelo poco profundo. Paladas de tierra seca como polvo, crujiente. Delineando, hace ya más de 50 años, dónde morirían los cuerpos de almas que no vinieron.

      Dentro de estas paredes, un hombre petrificado, flaco, herido gravemente y deforme vigila la entrada. El viento no le arranca lágrimas, ni tampoco lo hacen las procesiones eternas que le pasan por los pies.
      El artista paupérrimo lo talló intentando de otorgarle piedad en la mirada. Pero su rostro terminó siendo burdo; mal pintado donde el castaño del cabello comenzaba a media frente, y los ojos bruscos eran iris puro. Sus rasgos físicos eran poligonales, rectos. Como si la pereza, o la fe enflaquecida, hubieran dejado a ese Señor sin terminar.
      Numerosas casillas de concreto asemejan criptas. Casitas que presumirían, si se midiesen, más tiempo que la ciudad que las contiene. Pareciera, a simple vista, que el viento se roba los años.
Es una tardes de jueves de otoño, carente de los colores del Norte. Sin sepias ni verdes oscuros. Sin hojas que pisar. "La época del viento fuerte", donde la desolación se hace notar. Donde el rugido eterno llena más la ciudad que la misma gente.
      En los pasillos que brotan del flaco herido, apenas si pasan dos personas codo a codo. El resguardo de las paredes revela el verdadero silencio que puebla el lugar.
      Los nombres sobre las criptas ajustadas no cuentan ninguna historia. Son sólo apellidos cualquiera. No existen en sus puertas marcas de rasguños doloridos. No hay lágrimas secas bajo la puerta, ni gritos encerrados en el cajón. Sólo aire helado.
      Una de las más pequeñas es blanca. Herrumbrosa su cerradura, con el vidrio de la puerta empolvado. El olor a arenilla suspendida es el mismo aquí que en la plaza. Que en la playa y que en casa o el colegio. No tiene apellido sobre el marco. No hay nombres, sólo pintura desgastada. En el interior se ve entre los manchones del cristal una vela vieja, una docena de peluches antiguos y una hoja. Una carta escrita a puño de mujer que reza: "Aquí dejamos descansar al ángel que hoy nos cuida desde el cielo" sobre un cajón del tamaño de un antebrazo.
      En muda quietud rodeé con los brazos a mi compañera. Entre susurros, decidimos irnos de allí. Ir a comer algo a la YPF de cara al mar. A brindar, con papafritas y gaseosa, que ninguno de nosotros es un ángel. A festejar que las velas no son nuestras y que el Cristo insensible aún nos mira a los ojos.



Bruno Martínez





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