Jarrón de Acero




La luna nueva lo ocultaba todo. Los basurales, los edificios desgastados. Las cucarachas guiaban hacia los lugares olvidados de la ciudad. Los callejones aún se recuperaban de la tormenta de la tarde y los lodazales ya eran costumbre de sus habitantes de cartón y de lata.


Las paladas hacían burbujear al barro espeso. Las pocas raíces del nogal no podían resistir las pisadas, y se deformaban bajo los pies. El enrejado silbaba con el viento tibio de la noche. Desde el hueco abierto con alicates, hasta el nogal, eran los pasos del Monstruo. Pasos hambrientos arrastrados colina arriba.


Era enorme. Recubierto en una capa de tela gruesa, deshecha por las tormentas. Ofuscado tras su capucha. Su respiración ronca espantaba a las ratas y los cuervos, que miraban reservados desde árboles lejanos. Recelosos esperaban algo que no les iba a llegar. Castigo del Monstruo por su ceguera.


Las huellas se borraban bajo una pincelada gruesa. El Monstruo arrastraba a alguien. Una mujer descalza surcaba el suelo blando con su cuerpo. Su ropa clara estaba destrozada por el camino. La llevaba de una mano. Sus dedos cruzados con los de ella. La cara oculta por la luna nueva, como todo lo demás.


Junto al nogal se detuvieron. Recostó a la mujer boca arriba. Con delicadeza la desvistió a ojos de su público. Era hermosa. La piel oscurecida por los moretones, los rasguños ya sin sangrar. Sus heridas ya tranquilas. El Monstruo la recorrió con sus manos angostas, uñas cortas. Buscó su cara, siguió el cuello. Acarició sus pechos, disfrutó bajar hacia el vientre. La cintura, su cadera. Se perdió entre sus piernas con un suspiro y el cosquilleo de los vellos lo estremeció. La sintió por dentro con sus manos, sólo un poco. Soñando una pequeña reacción. Un súbito gemido que la despertara. Pero su cuerpo helado permaneció inmóvil.


Con una mano en el cuello de la mujer y otra en su pecho, el Monstruo entonó un cántico leve. Ronco, incomprensible, en algún idioma demasiado peligroso. Acercó su cara a su vientre y hundió sus colmillos. Primero el sabor del lodo y luego su sangre negra. Sentía los intestinos revolverse bajo su rostro, que buscaba, que encontraba y trituraba. Los cuervos impotentes graznaban desde el enrejado. Pero los sonidos se perdían en los ronquidos del Monstruo. Nada quedó sin ser roído. Ella inmutable, aceptando su destino.


El festín se acabó cuando el Monstruo devoró los retazos de piel sobrantes, la cabellera oscura, sus manos ahuesadas. Tomó la pala oculta tras el nogal y abrió la tierra espesa. Un ruido metálico.


Sacó del lodazal un jarrón de acero, cubierto por una tapa. Lo abrió y los cuervos gritaron una vez más. Tomó lo único que no devoró de la mujer, y lo colocó dentro. No por un conjuro milenario, no por un ritual eterno ni universos unidos por cordones plateados. Era culpa. Quizás nostalgia. Cariño.


El corazón de la mujer rodó junto a otros tantos, amontonados en el fondo del jarrón. Abrazándose bajo la oscuridad del nogal y del barro. Completo el entierro, el Monstruo descendió la colina y se desvaneció tras el enrejado abierto.