Virgencita de Madera



Ayer llovió. Los zapatos ya están en las últimas, y algo de barro se cuela por sobre el dedo gordo. Medias, imposible. Algo falta.

Ronda. Bueno, ¿quién va? El cielo está blanco. El olor a guiso se evaporó, por lo que es más fácil distraerse. ¿Quién va? Uno no, porque si no se acuerdan se robó moras de la casa de los Morelli, y las compartió. La otra tampoco, porque ayudo a la máma a limpiar la casa de los Sánchez. Ese día pudieron traer una ristra de chorizos que los dejó dormir en paz. Y así los ocho. Menos la novena. La chiquita. La muda. La Virgencita de Madera. Ella estaba en falta.

No quiere ir. Le da vergüenza. A todos les da vergüenza, Virgencita. No es una cuestión de querer, de sentirse cómodos. Nunca fue así. Hay que comer. A vos te alcanzó porque sos chiquita, porque sos flaquita. ¿Pero los grandes? No alcanza. Ya sabés cómo es. Es pedirle algo de pan, Virgencita. Nada más.

Una, de las más grandes, dice que va ella. Que no la hagan llorar más, que seguro viene el papi, o la máma y les va a preguntar qué hacen. Que seguro la Virgencita de Madera les cuenta. ¿Se imaginan qué van a pensar si saben que vamos a pedir? Ni pensarlo. Un chancletazo a cada uno y a dormir. O a intentar dormir. Pero la Virgencita habla, y todos le conocen un poco más la voz, que ya no es tan chillona. Dice que va. Que bueno. Por dentro piensa que no la conocen. Que nunca le diría a la máma o al papi algo así. Que ella se quedó con hambre, que dijo que no quería más para darles a ellos. Ese arroz con salsa, esa última rodaja de carne magra.

La de las más grandes la mira. Le pregunta con la vista si está segura. La Virgencita no sonríe, porque no sabe mentir. Nadie le enseñó a mentir. Ella sólo quiere que no la molesten, que nadie la trate mal. Y también quiere comer pan. Un pan crujiente, para que dure más. Que la miga no se aplaste, que se sienta pasar por la garganta. Que duela un poco. Que el estómago tenga qué creer.

Dale. Los grandes la ayudan a pasar por sobre el alambrado. La levantan como a una pluma. Lo que tenga que quiera darnos, Virgencita. No le queremos sacar lo que no tiene, sino lo que le sobra. Vive sólo, Chicho. Él tiene un camión chiquito, y hace fletes. Y le caen bien los chicos. Le gusta jugar al fútbol con los varones, aunque rápido se cansa. Le decía, al más grande de los nueve, que se probara en primera de Chicago. Antes del accidente, antes de las operaciones mal hechas. Cuando el barrio entero se hipnotizaba con su postura y sus ilimitados jueguitos en plena calle de ripio.

Él no va a tener problema, Virgencita.

Ahora que siente que la miran, la Virgencita se da cuenta cómo está. Ese vestidito viejo y las zapatillas que se le llenan de barro. La cara limpia como el pelo, gracias a la máma. Las manos con barro seco de atarse los cordones, y los dedos de los pies haciéndose cosquillas con la tierra que los ocupa. Camina apurada, con los brazos extendidos y los puños apretados. Odia esto.

Golpea la puerta. Nadie contesta. Mira hacia los ocho, que la están esperando. Le hacen señas. Que golpee más fuerte, que el flete está estacionado en la puerta. Da una sola piña a la puerta. Se escuchan sillas que se arrastran. La puerta se abre, y Chicho aparece con una musculosa engrasada y fina, unos pantalones de jogging cortados a tijera. Ojotas limpias. Hola, nena, cómo estás.

La Virgencita mira el piso. Chicho, mire, no quiero molestarlo. Es que, no sé, si tuviera un poco de pan. Se oyó a sí misma, y las palabras le estrujaron la garganta. Dio un paso atrás. Por Dios, qué vergüenza. No les va a querer dar, y la va a tratar mal. Como tantos otros. Se va a reír de ella. Cómo pusiste el cuello para el machetazo, Virgencita. Qué estúpida que estás siendo.

Algo se rompió adentro de Chicho. Ya está acostumbrado, vive en ese barrio hace cinco años. Pero siempre está acostumbrado a ser él quien ofrece. Quien compra siempre un poco de más y convida sin problema. Pero esta nena tan menuda, y esos zapatos. Sí, dejálo que se fije en la cocina. Algo debe tener, seguro. La Virgencita no quiere pasar. No puede. No la dejan. Está temblando.

Chicho va a la cocina de una zancada y da vuelta algunas paneras, abre algunas puertas. Junta una bolsa grande con cosas que le sobran. Tendrá que ir a comprar mañana, pero no importa. Sabe que la nena no está sola. Que son un montón. Que si ella no comió, en esa casa no pudo comer nadie. Que con la lluvia seguro todo fue más difícil. Coloca unas galletas saladas, medio pan dulce. Sale a la puerta.

Tomá, nena. Muchas gracias, Don. Perdón.

Se da vuelta y camina. Todos la están mirando y le hierve la cara. El alambrado y sus hermanos se balancean. El calor de la tarde y el barro en los pies. Trota la Virgencita, y el cosquilleo en su pecho, en el estómago. Está por llegar, y no entiende qué pasó. No sabe cómo está caminando, no recuerda si tiene consigo la bolsa. Está respirando como puede, corre. Y junto al alambrado, cuando las palabras de los ocho se escuchan claras, palabras de aliento, de ya pasó, la Virgencita se pierde. Cae en el barro y los ocho se abalanzan sobre ella. Siéntenla. Dénle aire, traigan algo de agua.

Entre el descampado y sus sueños, la Virgencita de Madera le pregunta a la del medio si esto va a ser siempre así. No sabemos.

La Virgencita de Madera se pierde, entonces, en sueños donde el barro no puede entrar a hacerle cosquillas.